Mónica López Ocón homenajeando a Gabriel García Márquez

García Márquez, el hipnotizador de lectores

La combinación de las modas de lectura con la mezquindad para reconocer la grandeza ajena suele tener efectos sórdidos y empobrecedores.


El éxito masivo produce desconfianza en ciertos mundillos intelectuales y el Premio Nobel es, al mismo tiempo que una consagración oficial, una buena razón para el descrédito en algunos círculos cuyos integrantes entienden que diferenciarse es una forma de ponerse por encima de los logros que nunca alcanzarán. A Gabriel García Márquez lo acusaron, entre otras cosas, de haber montado una rentable fábrica de milagros literarios y de vender una imagen de América for export a la medida de la visión que los europeos tienen de los sudacas: exotismo, calor y barroquismo lingüístico. Lo cierto es que las teorías suceden a la praxis y no a la inversa, y quienes leímos Cien años de soledad en la famosa edición de Sudamericana con los cuadraditos azules en la tapa, asistimos a una fiesta imposible de olvidar. Porque en esa novela Gabo brindó un banquete lingüístico, una orgía pantagruélica, una mesa de sabrosos manjares que invitaban a dejar de lado los buenos modales y comer sin cubiertos, como si cada lector fuera Pantagruel frente a una suculenta pata de cordero bien cocida.
Gabo explicaba su forma de escribir diciendo que la escritura debía tener un ritmo tal que hiciera que el lector entrara en algo así como en un estado de hipnosis del que no pudiera despertar.
En cuanto a la fábrica de milagros, ya antes que él la montaron los cronistas de Indias, como Ulrico Schmidl. En todo caso, lo que hizo Gabo fue mirar el entorno con los mismos ojos asombrados del viajero que ve un paisaje por primera vez. Como Tizón, quien decía escribir en la lengua arcaica de sus nodrizas, el autor de Cien años... rebuscó en los tesoros lingüísticos ocultos para hacer brillar las palabras como monedas de oro bajo el sol del Caribe.

-MÓNICA LÓPEZ OCÓN-

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